Por Gustavo Esteva
—Las recientes restricciones a la capacidad de votar de amplios sectores de la población exigen defender la democracia en Estados Unidos, comentó recientemente Harry Cleaver. Cleaver es bien conocido por su crítica radical del capitalismo y de sus expresiones en la sociedad estadunidense. Su archivo sobre marxismo autonomista no tiene rival. En 2019 puso en circulación una versión para las nuevas generaciones de su obra clásica Una lectura política de El capital (FCE, 1985). Parece extraño que ahora llame a defender lo que ha criticado siempre.
Cleaver, en realidad, estaría expresando una creciente preocupación entre los estadunidenses sobre lo que muchos consideran ya una nueva versión de la guerra civil del siglo XIX. Trump no habría sido la enfermedad, sino el síntoma de graves males que han aquejado desde siempre a la sociedad estadunidense y que hoy se manifiestan en un autoritarismo peligroso y en expansión. Las nuevas restricciones a la votación se suman a extremos sin precedente en la reconfiguración tramposa de los distritos electorales, para favorecer al Partido Republicano. Lo más grave es la ampliación de las filas populares
de un sector particularmente agresivo de la extrema derecha. Todo esto daría sustento legal y social a un régimen atroz. La lucha actual buscaría evitar que se instale.
Quizá es buen momento de recordar la naturaleza de ese régimen. Los federalistas, que lo concibieron, explicaron en su momento que en la nueva nación que uniría a las 13 colonias no podía darse poder al pueblo, en una auténtica democracia, por los riesgos que eso implicaba para el país que querían crear. Por eso concibieron una república, en que el poder se mantiene bajo el control de una élite, aunque se ceda parte de él a la gente a través del voto. Este régimen, enteramente compatible con la monarquía, la esclavitud o el sistema de castas y abierto a toda clase de racismos y sexismos, sólo fue llamado democracia al abolirse la esclavitud tras la guerra civil estadunidense. Aunque no se modificó su naturaleza despótica, se convirtió en modelo universal de la democracia moderna.
Al tiempo de aclarar estos rasgos del régimen dominante, podría también examinarse la opción. Por las condiciones en que Estados Unidos fue constituido, se otorgaron muy amplios poderes a sus estados y municipios. Son las facultades que el capitalismo electoral
usa ahora para desmantelar el sistema de votaciones existente. Podrían también ponerse en juego para lo contrario: impulsar una forma auténtica de democracia, a ras del suelo, en que la propia gente pudiera ocuparse de los asuntos del gobierno, en vez de renunciar a ese poder por medio del régimen de representación.
La lucha contra lo que se ha estado llamando equívocamente fascismo
no ha de concentrarse tanto en los Hitler, los Mussolini, los Trump, sino en la gente que los sigue, a menudo en forma fanática y fundamentalista. Ha de enfocarse, sobre todo, a lo que Foucault llamaba el fascista que llevamos dentro, el que nos hace amar el poder que nos oprime. Y no debemos olvidar que el fascismo de los años 30 se declaró cercano al programa socialista, tanto en Italia como en Alemania, algo que no tiene equivalente en la actualidad.
El racismo y sexismo cada vez más violentos que hoy se hacen evidentes en la sociedad estadunidense son en realidad muy antiguos, son rasgos que ha tenido desde que nació. Algo semejante puede decirse de lo que ocurre hoy en México. No tiene novedad alguna lo que nos pasa, pero los extremos a que ha llegado lo hacen enteramente insoportable. Tomar iniciativas se ha convertido en asunto de supervivencia, ante una realidad atroz que tiende a empeorar.
El esfuerzo, aquí y en todas partes, necesita concentrarse en lo que tenemos a la mano, en la acción concreta en cada lugar y contexto, para la construcción autónoma de un modo de vida más allá del patriarcado y el capitalismo, que es la forma de resistencia más eficaz. Comprende, naturalmente, tejerse paso a paso con grupos con semejante rebeldía, para aprender de ellos y practicar solidaridad, como lo hacen hoy en Europa los zapatistas.
Este énfasis no debe excluir iniciativas de otra envergadura. Resultan por lo menos extrañas las reacciones críticas que ha provocado la convocatoria zapatista a participar en la consulta del 1º de agosto. Se afirma que contradice su postura bien conocida, que abandonó hace muchos años toda esperanza en las esferas gubernamentales.
Nadie puede anticipar con rigor lo que ocurrirá después de la consulta, sea la justicia transicional que sigue exigiendo Javier Sicilia o bien un juego pirotécnico más del actual gobierno o cualquier otra cosa. Pero una concurrencia masiva el día 1º, con un sí contundente, sería en sí misma un juicio histórico de las víctimas sobre lo que padecieron en el último medio siglo por la acción u omisión de un régimen en agonía que incluye al actual gobierno. Ese juicio tendría en sí mismo un inmenso valor político.
De esa manera, acaso, podríamos empezar nuestra propia travesía.