Poniatowska: ¿Qué nombre podemos darle a esta nueva noche de Tlatelolco?

ELENA PONIATOWSKA/ El País

A diferencia de otros movimientos estudiantiles en el mundo, el 68 mexicano terminó en la matanza del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas

—En los cincuentas, México contaba con un partido comunista muy modesto, resistente a morir, pequeño y muy pobre, aunque era conmovedor escuchar a Alberto Lumbreras, preso en Lecumberri por la huelga ferrocarrilera de 1959 y jefe del aún más modesto Partido Obrero y Campesino decir que su sueño era ir a Moscú a darle la mano a José Stalin.

—¿Cómo va a ir para allá, don Alberto?

—Tomaré un barco, luego un tren…

—¿Y la nieve? ¿Y el frío?

—Cuca va a tejerme una buena bufanda.

¿Sabría el monolítico Stalin lo que él representaba para algunos obreros en América Latina? ¿Quién podía haberles lavado el cerebro en esa forma?

Era estremecedora la ingenuidad y el espíritu de sacrificio de los luchadores de izquierda en México. Todos hablaban de “la Moscú querida” y estaban dispuestos a morir por sus ideales. Julio Antonio Mella, el líder cubano —amante de Tina Modotti— creyó que Rusia había alcanzado el bienestar de la clase obrera. Incluso, Rafael Carrillo, dirigente del PCM pidió que enterraran a Mella en Moscú. Muchos buscaban allá su sepultura como una consagración, el término de su heroísmo.

—Rusia es el cielo de los obreros— me aseguró Cuca Barrón de Lumbreras, esposa de Alberto Lumbreras.

El único paraíso sobre la tierra resultó ser el México al que llegó Trotsky invitado y protegido por Lázaro Cárdenas y, en 1939, los refugiados de la guerra civil de España que tanto bien le hicieron a nuestro país. En los treintas seguimos siendo un paraísito hasta que institucionalizamos nuestra Revolución Mexicana y la convertimos en un partido corrupto multimillonario que permaneció en el poder más de 70 años. Durante esos años, según el líder estudiantil de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, Gilberto Guevara Niebla, el régimen autoritario y sus presidentes impidieron “toda expresión de libertad. (…) No era un país totalitario. Era un país autoritario. El sistema totalitario es aquel que controla, incluso, la vida privada de los ciudadanos”.

De pronto, gracias al Movimiento Estudiantil de 1968, estalló en la calle la fuerza de la juventud; por primera vez los jóvenes se apropiaron de plazas y calles, tomaron autobuses, invitaron a marchar con ellos a quienes los miraban desde el Paseo de la Reforma. “Tomar la calle” fue imaginar a un país limpio y generoso, a su imagen y semejanza. “Únete pueblo, únete pueblo agachón”, una señal de cambio. Los estudiantes, —muchos no tenían ni 20 años— hicieron mítines relámpago en mercados, estadios, parques públicos y el aire barrió a esta ciudad “de asfalto y asfixie” como diría José Emilio Pacheco. Los jóvenes repartieron volantes, organizaron ferias, subieron siete en un Volkswagen. En la explanada de la Universidad, el inolvidable ingeniero Heberto Castillo convirtió la explanada universitaria en feria de pueblo y casó a muchas enamorados, les entregó su certificado matrimonial, fueron felices y tuvieron muchos hijos. ¡Cuánto júbilo, cuánta libertad, qué súbito el cambio que estremecía a todos, qué diferencia con el hermetismo de una ciudad que todavía hoy apenas se manifiesta!

Antes las huelgas habían sido cruelmente oprimidas, la de los Ferrocarrileros en 1959, la de los telegrafistas, la de los médicos, la de mineros hasta la gran huelga ferrocarrilera en marzo de 1959 en la que el ejército encarceló a 6.000 trabajadores del riel. Demetrio Vallejo, su líder oaxaqueño y Valentín Campa permanecieron más de 11 años en el penal de Santa Marta Acatitla. En 1962, el líder campesino Rubén Jaramillo fue asesinado frente a su choza con sus hijos y su mujer Epigmenia embarazada. En 1963, el ejército intervino en la Universidad de Michoacán y en 1965 en Chihuahua. En 1966, durante el mando de Gustavo Díaz Ordaz, el ejército cortó de tajo la huelga minera de Cerro del Cobre, luego atemorizó a la Universidad de Sonora. “El ejército hace funciones de policía hace décadas” —aclara Gilberto— como habría de preguntarlo en 1959, Demetrio Vallejo. “¿Qué hace el ejército en la calle?” y todavía es posible preguntarlo el día de hoy.

“Fue tan desmesurado hacer intervenir al ejército para apagar un conflicto callejero que los estudiantes se quedaron despavoridos. El ejército entró a la Universidad el 18 de septiembre de 1968 y atropelló su autonomía, la ciudad se conmocionó porque un conflicto menor, se convirtió en uno enorme. Los citadinos se dieron cuenta que algo muy serio estaba en juego; el gobierno habló de una conjura comunista, el sabotaje a las próximas Olimpiadas que evidenciaría a México ante los ojos del mundo entero el 12 de octubre. ¿Quién dirigía este complot? Evidentemente la Unión Soviética y el Partido Comunista Mexicano que se ha de haber asustado muchísimo. Por fortuna, la UNAM contó con un rector, el ingeniero Javier Barros Sierra que tuvo el valor civil, político, moral de alzarse contra la intervención militar”. Encabezó una manifestación de 80.000 maestros y estudiantes, un apoyo extraordinario. Hubo paros en el Politécnico; huelgas en la facultad de Ciencias y en otras. La UNAM era un hervidero de marxistas, trotskistas, socialistas, derechistas, caldo de cultivo de agitadores, activistas que nutrieron al Movimiento estudiantil que emocionó a Carlos Monsiváis que habría de escribir: “En México, donde no hay poder obrero (sindicalismo blanco) ni poder campesino (fracaso de la reforma agraria) ni poder periodístico (prensa mediatizada y ramplona) ni poder indio (cuatro millones de indígenas en manos de Dios y de la filantropía) donde no hay siquiera poder legislativo (unipartidismo y dedocracia) el poder estudiantil (…) es todavía una meta distante y lejana y necesaria como la existencia misma de esa nuestra vida política y esa nuestra dignidad social”.

Monsiváis asistió a reuniones del Consejo Nacional de Huelga en Filosofía y Letras y escuchó sin quejarse hablar del “proletariado destinado a tomar el poder”, “las estructuras del estado democrático, causa de la opresión de los mexicanos”, rollos y más rollos en vez de medidas prácticas. La creación del CNH (Consejo Nacional de Huelga) se debió al líder Raúl Álvarez Garín y la escuela de Físico Matemáticas del Politécnico quienes convocaron a 70 escuelas incluyendo a las preparatorias. Con una enorme habilidad y con la ayuda del astrofísico Manuel Peimbert Sierra, Raúl introdujo el orden y la cohesión. Finalmente, “la Tita”, Roberta Avendaño y Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca se convirtieron en líderes naturales por simpáticos; hacían reír lo cual es una buena forma de hacer política.

A diferencia de otros movimientos estudiantiles en el mundo, el 68 mexicano terminó en la matanza del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas en la unidad habitacional de Santiago Tlatelolco y el 3 de octubre, Abel Quezada rellenó de negro el espacio de su caricatura en el diario Excélsior e hizo la pregunta: “¿Por qué?” Han pasado 50 años, los padres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa preguntan ante todas las ventanillas gubernamentales: “¿Dónde están?” y el Estado de Veracruz, agujereado por más de 250 fosas llenas de restos humanos, sigue siendo un moridero. Si aún no sabemos el número de muertos en 1968, el número de desaparecidos en México es hoy, en 2018, de más de 36.265 según la Secretaría de Gobernación. ¿Qué nombre podemos darle a esta nueva noche de Tlatelolco?

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