Por Hermann Bellinghausen
Una de las aventuras poéticas más singulares de la actual lírica en México es la de Arturo Dávila (1958), quien durante dos décadas ha creado un cuerpo de sólidas sátiras que, como corresponde al género, no dejan títere con cabeza. Deliberado y consciente, toma prestado o roba abiertamente ideas, golpes verbales y versos-hechos-idea de una diversidad de autores que, en torno a sus versos desvergonzados, adquieren cierta unidad imprevista. En su principio está su fin, en los feroces versos de Juvenal, Marcial, y el fino y procaz Catulo. Pero es en la realidad, en su aquí y ahora, que las Sátiras (Hiperión, Madrid, 2018) muerden mejor. Dávila se cura en salud con un epílogo explicativo para quien lo leyere donde exhibe trucos, fuentes y costuras, se delata y uno lo agradece con provecho. Mas la fuerza de la colección reside en que no necesita ninguna explicación para decirse en elocuentes burlas, maliciosas insinuaciones, ironías y soplamocos dirigidos al amigo que trepó al poder traicionando sus principios, la mujer que desdeñó al poeta para casarse con un sucio político, el mal poeta que prospera en la corte y en las encuestas.
Vienen a parar al deshuesadero de Dávila ideas, traducciones por la espalda, paráfrasis y parodias de los satíricos latinos, o bien Ezra Pound, Oscar Wilde y Coleridge, pero sus aguas mayores fluyen del castellano, con Borges y contra Neruda, ¿o al revés?, con y contra Góngora, en guardia ante Quevedo, en sintonía con Girondo, Cardenal, Reyes y destacadamente, ya que lo menciona, Efraín Huerta, sea el furioso, sea el chistoso. Compuesta por tres libros (Catulinarias, publicado en 1998; Poemas para ser leídos en el Metro, de 2003, y el inédito La cuerda floja), la trilogía de Sátiras es quizá la primera bocanada de aire lúdico en nuestra poesía desde los Poemínimos, y aunque no los mencione (ni tendría por qué hacerlo), se alimenta de los desenfados de Leduc y Novo.
Nacido en Ciudad de México, Dávila lleva una vida académica en Oakland, donde radica hace años. Quizá la distancia, suerte de autoexilio, lo salva de ataduras para reírse de sí y de nosotros, pasar demoledoras facturas y explotar nuestros ridículos prójimos.
Hoy que el insulto pobre y malsano se practica en masa, que los haters son legión y la verdad es lo que menos importa, la cuidada poesía de Dávila, con su humor elegante, ofrece un antídoto muy recomendable al veneno contemporáneo.
Estudioso de José Revueltas, Miguel Hernández, y ahora del náhuatl, realizó la edición crítica de Homero en Cuernavaca, de Alfonso Reyes, a quien ha dedicado atentísimos ensayos. Sin extremar sus pretensiones, se mueve en la literatura como pez en el agua. Me cuentan que te gustaron mis poemas / (algunos) / y que te hicieron reír: / si supieras quién los inspira / tal vez te hicieran llorar.
Se dice jugador de carambolas verbales, préstamos literarios e intertextualidades que busca renovar lo viejo. Se gasta una broma poscolonial a don Luis de Góngora y Argote alabando la belleza de una muchacha morena, nativa de América: oh púrpura morena oh mora roja. Y aunque las musas se hagan parcas, de pronto sueltan un chiste, que no es poco en poesía como supo Efraín: Caco vio el auto nuevo de Patricio. / Patricio nunca vio su auto de nuevo.
Cada poema un personaje, o dos, una lápida para reputaciones y vanidades, una crítica que evita la carcajada. El cisne muere al cantar, / Ligia, / cuenta la mitología griega: / hay quienes tendrían que morir / antes que atreverse a cantar. O Juan quiere casarse con Juana / porque es muy inteligente, / pero Juana no quieres casarse con Juan / porque es muy inteligente. Reclama a Claudia huir de sus besos, pero no escaparás de mis versos advierte, otros te verán envejecer, / jinetes serán de tu blancura.
Política, economía, sexo, noticieros, la historia y la literatura caben aquí. Reír de la amargura otorga un seguro de vida poética. Confiesa Dávila: “Escribo poca poesía y me conformo con una que otra visita esporádica de las musas. Me interesa más ser feliz que ser poeta, y prefiero terminar como fray Luis de León, ‘ni envidiado ni envidioso’”. Para referirse a su generación de viejóvenes se ampara una vez más en Reyes: Que cada quien siga escribiendo sus poemas; ya Dios escogerá los suyos.