Por Leonardo Boff
— La Navidad del año 2020 tal vez sea la más parecida al verdadero nacimiento de Jesús bajo el emperador romano César Augusto.
Este emperador había mandado hacer un censo de todo el imperio. La intención no era sólo, como entre nosotros, contabilizar cuantos habitantes había. Era esto, pero con el propósito de cobrar un impuesto a cada habitante, que sumado al de todas las provincias se destinaba a mantener encendida la pira de fuego permanentemente y a sustentar los sacrificios de animales al emperador, que se presentaba y así era venerado, como dios. Tal imposición a todos los habitantes del imperio provocó revueltas entre los judíos.
Este hecho fue usado más tarde por los fariseos para tender una trampa Jesús: ¿debía pagar o no el impuesto al César? No se trataba del impuesto común, sino de aquel que cada persona del imperio debía pagar para alimentar los sacrificios al emperador-dios.
Para los judíos esto significaba un escándalo pues adoraban a un único Dios, Yavé; ¿cómo iban a poder pagar un impuesto para venerar a un falso dios, el emperador de Roma? Jesús se dio cuenta de la celada. Si aceptaba pagar el impuesto sería cómplice de adoración a un dios humano y falso, el emperador. Si se negaba, se indispondría con las autoridades imperiales al negarse a pagar el tributo en homenaje al emperador-dios.
Jesús dio una respuesta sabia: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. En otras palabras, dad al César –un hombre mortal y un falso dios– lo que es de César: el impuesto para los sacrificios; y a Dios –el único verdadero– lo que es de Dios: la adoración. No se trata de la separación entre la Iglesia y el Estado, como comúnmente se interpreta. La cuestión es otra: ¿cuál es el Dios verdadero? Denle a él lo que le corresponde, la adoración. Y al Cesar, el falso dios, lo que es del César: la moneda del impuesto. No mezclen a dios con Dios.
Pero volvamos al tema: La Navidad de 2020 se asemeja a la navidad de Jesús, como nunca antes en la historia. La familia de José y María encinta, es hija de la pobreza como la mayoría de nuestro pueblo. Las hospederías estaban llenas, como aquí los hospitales están llenos de gente contaminada por el virus. Como pobres, José y María tal vez no eran capaces de pagar los gastos, así como entre nosotros quien no es atendido por el SUS (Sistema Único de Saúde) no tiene cómo pagar los costes de un hospital particular. María estaba a punto de dar a luz. A la pareja no le quedó otra solución que refugiarse en un establo de animales, como hacen hoy tantos pobres que no tienen dónde dormir y se acuestan bajo las marquesinas o en un rincón de cualquier ciudad. Jesús nació fuera de la comunidad humana, entre animales, como tantos de nuestros hermanos y hermanas menores nacen en las periferias de las ciudades, fuera de los hospitales, en sus pobres casas.
Después de su nacimiento, el Niño fue amenazado muy pronto de muerte. Un genocida, el rey Herodes, mandó matar a todos los niños menores de dos años. ¿Cuántos niños en nuestro contexto son muertos por los nuevos Herodes vestidos de policías que matan a niños sentados a la puerta de sus casas? El llanto de las madres es el eco del llanto de Raquel en uno de los textos más conmovedores de todas las Escrituras: “En la Baixada (en Ramá) se oyó una voz, mucho llanto y muchos gemidos: es la madre llora a sus hijos muertos y no quiere ser consolada porque los perdió para siempre” (cf.Mt 2,18).
Por temor a ser descubierto y muerto, José tomó a María y al niño, atravesaron el desierto y se refugiaron en Egipto. Cuántos hoy, bajo amenaza de muerte por las guerras y por el hambre, tratan de entrar en Europa y en Estados Unidos. Muchos mueren ahogados, la mayoría es rechazada, como en la catoliquísima Polonia, y son discriminados; se llega a arrancar a los niños de sus padres, y se los encierra en jaulas, como pequeños animales. ¿Quién les enjugará las lágrimas? ¿Quién les quitará la saudade de sus padres queridos? Nuestra cultura se muestra cruel con los inocentes y con los inmigrantes forzados.
Después que murió el genocida Herodes, José tomó a María y al Niño y fueron a esconderse en un pueblecito, Nazaret, tan insignificante que ni siquiera consta en la Biblia. Allí el Niño “crecía y se fortalecía lleno de sabiduría” (Lc 2,40). Aprendió la profesión del padre, José, un fac-totum constructor de tejados y cosas de la casa, un carpintero. Era también un campesino que trabajaba el campo y aprendía a observar la naturaleza. Allí estuvo escondido hasta cumplir treinta años, cuando sintió el impulso de salir de casa y empezar la predicación de una revolución absoluta: “El tiempo de espera acabó. El gran cambio (Reino) está llegando. Cambien de vida y crean en la buena noticia” (cf.Mc 1,14): una transformación total de todas las relaciones entre los humanos y con la propia naturaleza.
Conocemos su fin trágico. Pasó por el mundo haciendo el bien (Mc 7,37; Hechos 10,39), curando a unos, devolviendo la vista a los ciegos, dando de comer a las multitudes y compadeciéndose siempre del pueblo pobre y sin rumbo en la vida. Los religiosos, confabulados con los políticos, lo prendieron, lo torturaron y lo asesinaron, crucificándolo.
Salgamos de estas “densas sombras” como dice el Papa Francisco en la Fratelli tutti. Volvamos la mirada clara al nacimiento de Jesús. Él nos muestra la forma como Dios quiso entrar en nuestra historia: anónimo y escondido. La presencia de Jesús no apareció en la crónica de Jerusalén ni mucho menos en la de Roma. Debemos aceptar esta forma escogida por Dios. Se realizó la lógica inversa a la nuestra: “todo niño quiere ser hombre; todo hombre quiere ser grande; todo grande quiere ser rey. Solo Dios quiso ser niño”. Y así sucedió.
Aquí resuenan los bellos versos del poeta portugués Fernando Pessoa:
Él es el Eterno Niño, el Dios que faltaba.
Él es tan humano que es natural,
Él es lo divino que ríe y juega.
Es un niño tan humano que es divino
Tales pensamientos traen a mi memoria a una persona de excepcional calidad espiritual. Fue ateo, marxista, de la Legión Extranjera. De repente sintió una conmoción profunda y se convirtió. Escogió el camino de Jesús, en medio de los pobres. Se hizo Hermanito de Jesús. Llegó a una profunda intimidad con Dios y lo llamaba siempre “el Amigo”. Vivía la fe según el código de la encarnación y decía: “Si Dios se hizo gente en Jesús, gente como nosotros, entonces hacía pipí… lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía pucheros si tenía el pañal mojado”… Al principio le habría gustado más María, y después, crecidito, más José, cosa que los psicólogos explican en el proceso de la realización humana.
Fue creciendo como nuestros niños, observaba a las hormigas, tiraba piedras a los burros y, travieso, levantaba el vestidito a las niñas para molestarles, como imaginó irreverentemente Fernando Pessoa en su bello poema sobre Jesús Niño.
Ese hombre, amigo del Amigo, “imaginaba a María acunando a Jesús para que durmiera porque de tanto jugar fuera se excitaba mucho y le costaba cerrar los ojos; lavaba los pañales en el balde; cocinaba la papa para el Niño y comidas más fuertes para el trabajador, el buen José”.
Ese hombre espiritual italiano que vivió, muchas veces amenazado de muerte, en tantos países de América Latina y varios años en Brasil, Arturo Paoli, se alegraba interiormente con tales cavilaciones, porque las sentía y vivía como conmoción del corazón, de pura espiritualidad. Y lloraba con frecuencia de alegría interior. Era amigo del Papa que lo mandó a buscar con un coche a su pequeña ciudad a unos 70 km de Roma para pasar la tarde juntos y hablar de la liberación de los pobres y de la misericordia divina. Murió a los 103 años como un sabio y un santo.
No olvidemos el mensaje principal de Navidad: Dios está entre nosotros, asumiendo nuestra condition humaine, alegre y triste. Es un niño quien nos va a juzgar, no un juez severo. Y este niño sólo quiere jugar con nosotros y no rechazarnos nunca. Finalmente, el sentido más profundo de la Navidad es éste: nuestra humanidad, un día asumida por el Verbo de la vida, pertenece a Dios. Y Dios, por malos que seamos, sabe que venimos del polvo, y tiene con nosotros una misericordia infinita. Él nunca puede perder, ni va a permitir, que un hijo o una hija suya se pierdan. Así que a pesar de la Covid-19 podemos vivir una discreta alegría en la celebración familiar. Que la Navidad nos dé un poco de felicidad y mantenga en nosotros la esperanza del triunfo de la vida sobre la Covid-19.