Por John M. Ackerman
La fallida Cumbre de las Américas confirma el colapso de la hegemonía política mundial de Estados Unidos. En el contexto de la guerra en Ucrania y el fortalecimiento del poderío internacional de China, Washington busca consolidar su influencia y control sobre la región latinoamericana como su base territorial
para las cada vez más intensas luchas geopolíticas que se avecinan.
Pero le salió el tiro por la culata a Joe Biden. El digno papel de México, Argentina y Bolivia echó abajo la narrativa del supuesto imperio benevolente
que quieren vender los estadunidenses. Y la mezquindad de los raquíticos compromisos
de Washington respecto de los temas de migración y desarrollo regional terminaron por evidenciar la total incapacidad de Estados Unidos para entender la compleja realidad latinoamericana.
Las intenciones de Biden fueron transparentes desde el inicio. Con la imposición de una sede estadunidense para el encuentro, en Los Ángeles, quedó claro que esta cumbre no era para construir una unidad horizontal y democrática en la región, sino para intentar reafirmar el liderazgo
de Washington en el continente.
Y con la exclusión de las delegaciones de Cuba, Venezuela y Nicaragua, el Pentágono quiso remarcar su poder de intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos. Esta decisión evidentemente no tiene relación con asuntos de democracia
o libertades
, sino que respondió única y exclusivamente al hecho de que los gobiernos de estos países se niegan a ser cómplices de los juegos geopolíticos de Washington.
La buena noticia es que el fin del comando único estadunidense sobre la geopolítica mundial genera un contexto sumamente favorable para la defensa y la articulación de la soberanía política de los pueblos del sur. La versión neoliberal de la democracia
promovida por Washington, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la fecha, ha hecho enorme daño a la humanidad al confundir el poder del pueblo
con un simple arreglo institucional de pesos y contrapesos que termina por excluir la verdadera participación de los ciudadanos en los asuntos públicos.
La igualdad ante la ley
que promueve la democracia neoliberal es aquella que señalaba Anatole France que prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan
. Y la participación
que celebra este esquema es la de Joseph Schumpeter, donde los ciudadanos se limitan a elegir entre candidatos como si trataran de marcas de refresco o de jabón en un supermercado.
Ni Rusia ni China ofrecen un esquema político alternativo más democrático o liberador que la versión neoliberal estadunidense, desde luego. No se trata de que los pueblos latinoamericanos remplacen un esquema imperial por otro, que elijan a un nuevo amo y señor. Sin embargo, es indiscutible que el nuevo contexto multipolar ofrece una importante oportunidad histórica para que las profundas tradiciones de democracia participativa y praxis transformadora que ya existen en América Latina puedan expresarse de manera más plena y robusta.
A principios de la década de 1990, la violenta entrada del capitalismo neoliberal en los países del viejo bloque soviético arrasó con prácticas milenarias de solidaridad y de organización social en aquella región del mundo. Ahora, como un espejo invertido de aquel proceso, el debilitamiento de la vieja hegemonía neoliberal sobre América Latina, el antiguo patio trasero
de Estados Unidos, hoy abre la puerta para la liberación de nuevas energías de participación popular y acción social en toda la región.
Tal como tuvimos la fortuna de dialogar en días recientes con Boaventura de Sousa Santos, Juan Carlos Monedero, Manuela D’Ávila y Gabriela Montaño, entre otros, todos distinguidos invitados a la novena Conferencia Internacional del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) celebrado en la UNAM la semana pasada, América Latina hoy tiene la oportunidad de colocarse a la vanguardia en la lucha global por la democratización de la esfera pública. Los pueblos latinoamericanos, con su pensamiento siempre ecléctico y sincrético, así como su constante acción revolucionaria y transformadora, podrían llegar a jugar un papel similar al que en su momento tuvieron los revolucionarios estadunidenses y europeos a finales del siglo XVIII. Debemos aprovechar este crucial momento histórico para juntos construir un nuevo modelo de organización política y social que sea útil para el mundo entero.
La humanidad se encuentra en un punto de inflexión histórica similar al que se vivió después de la Gran Depresión de 1929, en que el colapso del viejo esquema liberal dio pie, por un lado, al fascismo y, por otro, al Estado de bienestar y nuevos procesos de transformación social. Si no actuamos de manera firme y decidida desde América Latina para construir una nueva praxis democrática posneoliberal, el desenlace de la coyuntura actual podría ser trágico y profundamente destructivo no solamente para los pueblos de la región sino también para el planeta entero.