Por Jorge Sánchez Cordero*/ Proceso
– La figura digna y austera de Julio Scherer García se intensifica y trasciende su época. Con el paso del tiempo su legado se acrecienta en varias dimensiones; entre ellas destaca sin duda la innovación y profundidad en la manera de informar, altamente codiciada por los protagonistas sociales para la consecución de sus intereses.
Una de las dimensiones más preciadas, pero menos exploradas, es la del vínculo entre información y conocimiento. Con su obra periodística Scherer García preludiaba cómo, a través de la construcción social –y, por ende, la cultural– era viable resignificar nuestro pasado desde el presente y asegurar así su perennidad.
El mito de Orfeo proporciona una idea clara del rescate del pretérito. Eurídice, esposa de aquel, fue mordida mortalmente por una serpiente. Él, cuya música y voz eran legendarias, no encontró consuelo ante esa fatalidad y concibió entonces la idea de bajar al inframundo para traerla: descendió al reino de Hades y Perséfone, y con sus virtudes intentó rescatarla.
Por designio de Hades y Perséfone, Orfeo no debía volver la cabeza hasta que no alcanzaran ambos la plenitud de la superficie, pero al final de su travesía, deseoso de contemplar a Eurídice, se volvió hacia ella. Al haber incumplido el designio, presenció cómo su esposa, quien aún no había visto la luz, se desvaneció para siempre…
El mito de Orfeo y Eurídice evoca la delicada tarea que implica elaborar estas construcciones culturales destinadas a preservar el pasado a partir del presente. El poder empero procura asociarse con la erudición, con el objetivo específico de erigir la construcción cultural que requiere para confeccionar su proyecto político y social.
La noción de monumento
Una de las inquietudes de don Julio consistía en cómo resignificar el pasado político y cultural del país. Ambos coincidimos en que la perpetuación del pretérito desde el presente cobra especial relevancia con la creación del monumento, por la idoneidad de este concepto para la comunicación.
La noción de monumento y de su salvaguarda proviene de Occidente y se inicia en el Renacimiento italiano. La historia es ampliamente conocida: Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, ordenó la toma de Roma bajo el mando de Carlos III, duque de Borbón y condestable de Francia (1490-1527), cuya muerte en el campo de batalla derivó en el Saco de Roma en ese último año.
Ante ese infausto acontecimiento, el 28 de noviembre de 1534, al acceder al papado como Paulo III, Alejandro Farnesio (1468-1553) designó como comisario de las antigüedades romanas al erudito poeta Giovenale Manetti (1486-1553), para cuyo efecto dictó un breve pontificio. Fueron éstas las primeras medidas en el ámbito universal llevadas a cabo para salvaguardar el patrimonio cultural con el propósito de perennizar el conocimiento.
Más aún, Paulo III encargó a Miguel Ángel (1475-1564) pintar los frescos de la Capilla Sixtina. Su alianza con la genialidad del artista tuvo un propósito eminentemente político: asegurar la autoridad espiritual del papado y la primacía de Roma como la capital de la cristiandad.
La salvaguarda del monumento como vehículo de comunicación del conocimiento volvió a cobrar relevancia con la Ilustración; de hecho, fue uno de los postulados culturales de la Revolución Francesa, promovidos en este caso por el arqueólogo Marie Alexander Lenoir (1761-1839) y el abate Henri Grégoire (1750-1831); este último, amigo de Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), quien servía como responsable de la parroquia de Santo Tomás de Aquino en París.
Arrobados por esas reivindicaciones culturales francesas, los criollos mexicanos entendieron rápidamente la conveniencia política de adaptarlas a la narrativa nacional en gestación, por lo que promulgaron la primera orden protectora del patrimonio cultural del país al prohibir la exportación de las antigüedades y monumentos mexicanos mediante una modificación arancelaria de noviembre de 1827, que permaneció vigente durante el siglo XIX.
Tal es el punto de origen de la incorporación de estos postulados de la Ilustración a nuestro sistema jurídico, que ha trastabillado hasta nuestros días al tropezar con innumerables obstáculos.
La raigambre de la noción occidental de monumento como vehículo de comunicación tendría su primera expresión universal, ya en el siglo XX, con la Carta de Atenas para la Restauración de Monumentos Históricos adoptada con motivo del Primer Congreso Internacional de Arquitectos y Técnicos, de 1931.
A partir de entonces el monumento cobra significación como un bien colectivo impregnado de conciencia histórica. El hilemorfismo aristotélico explicaba el vínculo entre la idea y la materia como elementos correlativos, lo que da sustento a la armonía entre la narrativa y la materia en la reconcepción de la noción de monumento (François Dagongnet).
La Carta de Atenas inicia el proceso de darle voz al monumento y asegurar que éste conserve su significación. Es en la escritura en piedra, propia de las estelas mayas, donde se manifiesta una simbiosis entre el significado y el significante. Los mayas inscribieron su pensamiento en códices y en las piedras. La función social de la estela era, pues, la agregación social y el sentimiento de pertenencia a través de la genealogía; una clara evidencia de la transmisión de la memoria colectiva.
El monumento empero comporta también un carácter documental. Así, a nuestros sitios arqueológicos –Chichén Itzá o Teotihuacán, digamos– se les contempla como un conjunto de monumentos, pero también como portadores de narrativas ancestrales pletóricas de significados, o bien finalmente como centros de religiosidad y devoción.
Esta vertiente documental, que escapa a las miradas profanas, exige aproximaciones eruditas minuciosas. Su propósito es claro: analizar el monumento como demiurgo para descifrarlo, no para palparlo (Pierre Nora).
A la nota distintiva documental debe agregarse la dimensión estética y, desde luego, el significado. Monumentalizar, por lo tanto, significa privilegiar una de las notas distintivas del monumento para considerarlo como un vehículo de la memoria colectiva. Y es en su expresión jurídica en términos de salvaguarda, y en tanto ejercicio proteico, pero también de excelencia, en donde se amalgaman sus valores estéticos, históricos y memoriales, de manera que pueda en efecto considerársele de interés público. El dictum es inequívoco: para transmitir es indispensable conservar.
Epílogo
El monumento entraña un encuentro con el tiempo; más aún, es un espacio que incauta el tiempo y conjuga el futuro con el presente. Esta noción permite desarrollar la capacidad de heredar colectivamente experiencias atávicas y con ello propiciar el diálogo intergeneracional (Régis Debray).
El monumento, específicamente el precolombino en el caso nacional, transita en la preterición del olvido por efecto del paso del tiempo, pero es la memoria colectiva que lo redime por su idoneidad como portador y transmisor del conocimiento. Ha sido la cultura el vector de su restauración; más aún, de su reintegración.
Con Julio Scherer García logré convenir en que en la sociedad mexicana se ha favorecido la monumentalidad en demérito del monumento, especialmente en lo que respecta a las edificaciones votivas y conmemorativas de eventos reales o míticos. Las ceremonias burocráticas recurrentemente cumplen con la observancia del ritual y se afanan en apelar a la posteridad. Con ello se ha dado preeminencia al poder político por sobre la sociedad civil y con ello la ciudadanía y la moral cívica quedan totalmente relegadas y confinadas en la irrelevancia.
La participación del poder en la conmemoración tiene, pues, los visos de un acto de autoridad y de omnipresencia política, pero también es un acto de profesión de fe republicana.
Una de las conclusiones fundamentales en los debates con don Julio es que en México se ha privilegiado la comunicación política en lugar de la transmisión del conocimiento.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas