Por Jesús Chávez Marín
Este arbusto ocre fue lo último que dejó mi tía Oralia antes de irse; los pocos meses que vivió en nuestra casa también sembró en el patio de atrás un árbol de manzanas, un rosal de flores blancas, una granada y una planta de sábila muy vigorosa, como ella. Tiene una energía increíble, a pesar de que ya tenía 63 años cuando enviudó. Su hermana, mi madre, la invitó a vivir con ella mientras pasaba el duelo y se arreglaban los asuntos de la herencia, porque mi tío Dimas la dejó literalmente en la calle, con una pensioncita del seguro social y la modesta casa donde vivieron los 41 años juntos y solos, pues no tuvieron hijos. Él era buena gente, pero la celaba mucho, siempre estaba molestándola con historias que se inventaba de miradas, sonrisas, albur de amor de pasado y futuro; la obligaba a vestirse casi de monja, la separó de sus amigas, de la familia, la quería tener encerrada, nunca la llevó de viaje ni le compró un automóvil, ni joyas ni perfumes, era un miserable. Y por supuesto que jamás la dejó trabajar. Nadie se explica cómo un señor que era poquito y necio consiguió doblegar a una mujer tan esplendorosa como mi tía, que además era muy guapa, eso se ve en las fotos de la familia y en lo que platican de ella. Pues a ver cómo le va ahora que se fue a vivir a Denver. Vendió su casa, mi primo Jacinto le enseñó a usar la computadora y a navegar en Internet, tramitó su visa, se contactó con mi prima Iris, que vive allá, consiguió un empleo muy bueno en una empresa de jardinería del marido de Iris y hasta rentó desde aquí un departamento en el centro. A principios de año se fue, ojalá le vaya bien.