POR RAÚL F. PÉREZ LIRA / RAÍCHALI
En una videollamada, la hermana de Luz Elizabeth Severiano San Juan, Cheli, nos muestra la casa de su familia en San Lucas Ojitlán, en la región del Papaloapan, al norte de Oaxaca. Alrededor de un patio amplio techado, con una cocina al aire libre y una mesa, se ven los platanares y árboles de mango.
Platican en chinanteco, una lengua tonal pariente del zapoteco, chatino y mixteco, entre otros idiomas. Otros familiares entran en el encuadre y saludan desde sus hamacas, colgadas bajo un techo afuera de la casa. Las hermanas se ríen y antes de colgar Cheli promete grabar y enviar un video en el que se vea la casa de la abuela.
En Ciudad Juárez la escena es totalmente distinta. Son las tres de la tarde, es verano, hacen casi cuarenta grados centígrados y el viento parece estar estancado. Afuera la gente camina bajo el sol —porque en el desierto la vida sigue a pesar del calor— pero quienes pueden se quedan adentro, frente a un ventilador o bajo el aire acondicionado.
“En tiempo de calor se extraña un coco bien helado”, dice Elizabeth en la sala de su casa. “Ahorita en temporada de mango, estar comiendo mango en las tardes”.
Elizabeth llegó a Ciudad Juárez el cuatro de enero del año 2000, junto con varios primos y primas, para trabajar, ganar algo de dinero y poder terminar la preparatoria. Consiguieron trabajo en diferentes maquilas y pronto cada quién rentó un cuarto en una vecindad donde vivían juntos. Ella tenía 18 años y ensamblaba tablillas electrónicas. Trabajaba todos los días por 68 pesos la jornada —en ese entonces, casi el doble del salario mínimo— y se quedaba tiempos extra para que le rindiera el dinero. Por un tiempo también fue niñera por las mañanas. Entre los trabajos y la imposibilidad de revalidar los primeros dos años de la preparatoria que hizo en Oaxaca, abandonó sus estudios.
En una ocasión, Elizabeth fue a un súper mercado en grupo con sus primos y sus primas. Estaban hablando en chinanteco cuando una mujer de la tercera edad se les acercó.
“Lárguense para su tierra, aquí no son bienvenidos. Hablan bien feo”, les dijo.
Elizabeth lo resintió. “¿Hablo tan feo como para que la señora no quiera escuchar?”, pensó. La experiencia la marcó y cada vez usó menos el chinanteco en su vida diaria. Cuando conoció a su esposo, quien también es de la misma comunidad, y tuvieron a su primera hija, Sara, no quiso enseñarle el idioma.
“Si hablo por teléfono hablo en el idioma con mis papás, pero yo no le dije nada a Sara. Nada le enseñé a ellos, para que no pasara por eso”, cuenta.
Pero ahora Sara estudia derecho y trabaja en la representación de la Secretaría de Pueblos y Comunidades Indígenas del gobierno del estado en Ciudad Juárez. Ahí está en constante contacto con la comunidad chinanteca de la ciudad, así como con comunidades indígenas de Chihuahua y otras que migraron desde Oaxaca, como su familia. La experiencia la ha hecho acercarse a sus raíces y a estar orgullosa de quien es, nos cuenta Elizabeth, y eso también la alegra a ella.
Han mandado a hacer huipiles nuevos, porque a Sara le gustan. Usa los hupiles chinantecos, pero también los de la comunidad vecina a la de su familia, que son mazatecos, de telar y bordados. También tienen los que son mezclados, con estilos de ambos pueblos.
Ahora, Sara incluso intenta aprender la lengua de su madre para poder entender las conversaciones familiares cuando va a su pueblo de visita.
“Me dice ‘enséñame ahorita, porque llegando en diciembre ya no quiero estar batallando que yo no entiendo’. Pero se le olvida. Yo le digo que para aprender necesita hablarlo todos los días y a cada rato. Por ejemplo, ella ya aprendió cosas básicas, que estás haciendo, cómo estás, cómo has estado, cómo te va. Son cosas básicas nada más”.
Pero Sara estudia y trabajaba, como lo hicieron sus padres en algún momento, por lo que se le dificulta dedicarle tiempo al estudio de la lengua.
Pronto a Elizabeth le llegó un mensaje de su hermana, Cheli, con el video que le había pedido.
“Así vivimos así en la colonia. Esa es la parte de enfrente […] Esa era la casa de mi difunta abuela. Ahí se quedó un tío mío. Allá son casas grandísimas. Los que viven ahí enfrente son los tíos. Todos sus hijos están en Monterrey. En diciembre llegamos todos ahí. Se ve gente en el pueblo en diciembre”, nos dice Elizabeth.
La cámara del teléfono cambió de dirección y mostró el patio de la casa donde vive su hermana, Cheli.
“La parte de atrás es puro monte. Criadero de pollos. Cuando yo voy me la mantengo ahí atrás, por la palma, es más fresca, en las hamacas. Acá nos falta espacio también, porque bien o mal tenemos terrenos muy chiquitos, porque yo tengo dos hamacas y créame que no hay dónde”.
Elizabeth sigue mostrándonos fotografías de su comunidad y de otras del Alto Papaloapan, distrito de Tuxtepec, en una página de Facebook dedicada a la región. Por la pantalla pasan huipiles bordados con flores y pájaros y otros hechos en telar de cintura. Tuxtepec es una región multicultural, nos explica cuando aparecen imágenes que enseñan vocabulario en mixteco, chinanteco o popoluca. La diversidad también se ve en la comida, en los caldos de piedra, las tlayudas y los rellenos de los tamales. Luego pasa a mostrarnos fotografías de su hija Sara y su hijo Carlos entre los paisajes de Oaxaca, los ríos rebosantes de agua y los cerros verdes tupidos de árboles.
“Mucha gente, cuando le enseño esas fotos, me dice ‘¿qué haces aquí?’ y digo ‘es que tenemos muy bonita naturaleza, pero lo que es el dinero es muy diferente’”.
Hace dos años que Elizabeth ya no trabaja en la maquila, después de más de 20. Ahora se dedica a la venta de comida y antojitos oaxaqueños. Su madre le manda hojas de plátano frescas todos los meses, así no las tiene que comprar congeladas, con las que hace tamales para vender. También le compra ingredientes a los comerciantes de Veracruz que traen productos de la región, vecina del Papaloapan.
El nuevo trabajo le da más tiempo para visitar su pueblo. Si antes se iba dos semanas de vacaciones, ahora se puede ir tres o más.
Al despedirnos, Elizabeth nos muestra un video de una ceremonia escolar en la que una niña recita, de memoria, una poesía en chinanteco y luego en español, escrita por la profesora Rosalía García Nicolás, en la que recuerda su abuela difunta y le agradece sus enseñanzas.
“Gracias abuelita por tus enseñanzas, que de igual manera las transmitiré a mis hijos y a mis nietos”, recitó la pequeña.