La conquista de Texas

Por Jesús Chávez Marín
[Presentación del libro Anatema. Abril, 2008]

La novela es quizá el género que permite más libertad en su escritura y el que más se acerca a la sensibilidad de los lectores de nuestra época, formados como espectadores de películas y de las narraciones visuales y sonoras de la televisión antes que en la lectura. A la novela nos gusta entrar como a un lugar desconocido, a una ciudad, a una casa, donde vivimos con los personajes y acompañamos sus acciones, desentrañamos sus lenguajes, establecemos un pacto con el narrador o los narradores varios que aparecen para hablarnos de los dramas, las tragedias, el dolor, el amor, el paisaje: un mundo semejante al nuestro pero con la coherencia de una estructura y un sentido novedoso. La palabra novela viene de la palabra novedad, noticia fresca, vida siempre intensa en sus placeres y en sus delirios, en la razón y en los sueños, en sus presagios y sus sombras.

Este es también un género que tiene un abanico muy amplio de registro y de niveles de escritura, el valor artístico de sus productos es también infinitamente diverso: legítimamente pueden llamarse novelas a las de Corín Tellado y sus similares que repiten hasta el agotamiento el recetario del amor entre comillas del joven guapo y triunfador que rescata a la cenicienta y la lleva a la cima de la felicidad luego de vencer juntos los obstáculos de una adversidad tan artificial como las promesas y las palabras en almíbar que se dicen los enamorados muy similares al narrador tan previsible siempre como las tramas y los escenarios de una ficción elemental y tediosa. A pesar de eso, este tipo de escritura encuentra a sus lectores, los cultiva y los forma en su eterno retorno. Este tipo de productos en serie, además de las “de amor” tiene muchos otros subgéneros: de misterio, de aventuras, de vaqueros, policiacas, pornográficas, de espionaje. El más reciente serían las biografías no autorizadas, con escándalos de políticos y de figuras del espectáculo que también podrían forjarse en un género tan prodigo donde todo cabe con tal de que el lector disfrute de un relato que lo divierta y lo distraiga de sus problemas cotidianos.

Al lado de toda esta literatura adocenada y de consumo masivo, los novelistas que tienen intenciones artísticas buscan escribir un texto distinto, que valga por su originalidad, por el valor de su forma y siempre con la intención totalizadora de producir la ilusión de la realidad, recreándola y formulando nuevas posibilidades vitales. El objeto artístico busca formar algo que no había existido antes, y por eso renuncia a recetas y fórmulas prefabricadas para asumir el riesgo que significa el arte.

Tal es el caso de esta novela llamada Anatema. La conquista de Texas, de Vicente Ribes Iborra. Para demostrar esta afirmación, o sea, que esta novela es un texto literario, o sea, artístico, comentaremos brevemente algunos de los elementos de su estructura, basada en la búsqueda de originalidad y de una visión totalizadora de su material narrativo.

En principio podría pensarse que se trata de una novela histórica, lo cual tiene algo de cierto, porque sus relatos están sólidamente sustentados en investigaciones históricas y geográficas de mucha precisión en su cronología, su contexto temporal, su recreación de paisajes y territorios, en la descripción detallada de su travesía. Además de ese contexto muy bien documentado, aparecen como protagonistas lejanos varios personajes históricos con su nombre y apellido, el rey de España, los virreyes de la época y el año exacto de las aventuras que se cuentan: 1680, finales del siglo 17.

Pero no es tan fácil de clasificar un texto literario que de veras lo sea: en rigor no puede hablarse en este caso de una novela histórica, ya que los tres personajes principales son estrictamente de ficción, y las aventuras que se cuentan pertenece a distintos orígenes: leyendas de la época, relatos históricos, documentos, mapas, relatos fantásticos como el huracán que levanta en vilo a los expedicionarios o el hallazgo de la fuente de la eterna juventud. Pero el material narrativo más importante es el de la ficción literaria: la fuerza de la imaginación que logra crear personajes, producir la acción y el movimiento con solo la fuerza del discurso narrativo y una estructura bien pensada para engarzar y dar coherencia a todo ese material narrativo tan diverso: los elementos del espacio narrativo, la ilusión del transcurso del tiempo, la actualización del ensueño en la memoria de los personajes y la concepción de documentos que contienen información como versos, pergaminos, memoriales y hasta los mismos papeles antiguos abandonados en una casona en decadencia, escritos por uno de los diversos alter egos del narrador, los que escribió un tal José Alcocer en el real presidio de Monterrey, sargento que fue del grupo expedicionario de los protagonistas de esta historia delirante de aventuras.

La anécdota que se narra es la expedición de reconocimiento de un grupo que en forma oficial sale de Aguascalientes hacia el norte, como castigo para sus tres principales por la anatema o excomunión que había caído sobre ellos por un incidente a la vez absurdo y trágico, para descubrir y tomar oficialmente posesión de aquellos parajes en nombre del rey de España. De esta manera y enfrentando grandes dificultades recorren todo el territorio del norte de lo que hoy es México, hasta llegar a Texas y aún más lejos. A las orillas del río San Antonio fundan una misión presidio, donde la mitad de los expedicionarios se quedan a vivir, estableciéndose como colonos, mientras el resto del grupo continúa la travesía hasta llegar a la desesperanza y la desaparición.

La novela se extiende hasta dos siglos después, cuando aparece vivo el último personaje, quien había alcanzado la eterna juventud y la inmensa soledad de sobrevivir en el delirio y en el remolino de los recuerdos ya sin el sustento de sus semejantes.

La estructura de la novela se alza en tres personajes principales, varios otros secundarios de los que se cuentan sus historias individuales, algunas ya en el plano de la irrealidad y la fantasía, algunos en la memoria distorsionada de las habladurías de la época, otros en su propio testimonio como narradores personajes que se alternan.

Uno de los desafíos que libró el autor es el uso de un lenguaje que recreara el español antiguo de la época que se narra, finales del siglo 17 en la región norte de la Nueva España, y que pudiera ser leído sin grandes dificultades por un lector moderno. Porque este es otro de los elementos esenciales del objeto artístico: que de alguna forma tenga vigencia en su propia época, que exprese su tiempo.

A pesar de contar una historia antigua, esta novela no tiene nada de acartonada ni obsoleta. Su sensibilidad está muy bien ubicada en su tiempo: principios del siglo 21. El elemento principal con el que el autor consigue esto, es con la peculiar visión del narrador, su enfoque, su mirada.
Sin dejar de ser un cronista exacto de aquella expedición que navega por los desolados parajes del norte soleado y extenso, el narrador tiene una perspectiva del mundo muy desengañada, con esa angustia fría que da el escepticismo, con esa resignación cínica de los ojos acostumbrados a la decadencia y al polvo del desengaño, con esa capacidad de asombro ya vencida en la resolana de la sangre que se derrama, las armas en las manos y en la carne, los desastres naturales que cumplen sus amenazas trágicas, los destinos de los hombres que se repiten en la lumbre de todos los tiempos.

De esta manera la novela logra construir una atmósfera muy sobria: es un realismo mágico sin los aspavientos y las grandilocuencias que nos administraron hasta el hartazgo García Márquez y sus malos imitadores como Isabel Allende y otros. En otro sentido es una novela estrictamente realista, ya que ni el narrador ni sus personajes principales se enredan en las charlatanerías y fanatismos de su contexto, el cual solamente queda consignado en su estricto nivel de narratividad, y nos ahorra los juicios morales instantáneos de los que nos saturó cierta novelística, como la de Vargas Llosa o la de Carlos Fuentes. También es una novela de aventuras, pero sin reventarnos con anécdotas prolijas que pretendan competir con la narrativa cinematográfica, más bien le tiene sin cuidado esa acción trepidante y cuenta con serenidad las más atroces cuchilladas y hasta el huracán que levanta la expedición hacia el cielo y hacia el polvo y hacia el olvido.

Como toda buena novela, esta contiene en su estructura una serie de relatos independientes que aparecen sin que se rompa el ritmo del relato principal, sino más bien amplificando el sentido de la historia. De esta manera el interés del lector se mantiene en dos líneas paralelas. Esto se logra alternando dos tiempos: el presente de la historia y el pasado de los recuerdos, la infancia lejana, la fantasía delirante de los personajes legendarios y hasta la proyección al futuro de la tragedia colectiva en donde aparecen, por ejemplo, papeles viejos o los nuevos colonizadores que ya a mediados del siglo 19 se hallan de frente, casi el fantasma vivo que seguramente había bebido de la fuente de la eterna juventud, al mismo capitán Juan Reyes de Vivar, el jefe de aquellos expedicionarios que doscientos años antes habían conquistado las llanuras de Texas y habían fundado el presido misión, la ciudad de Dios, que seguramente se plantaría en el tiempo y en la historia y llegaría a ser una ciudad del futuro.

Para construir la verosimilitud de sus personajes en la travesía de la ficción, el autor hace una conexión con gran habilidad narrativa: con el señuelo de esa misma historia de la fuente de la eterna juventud, hace aparecer como personaje a un mulato misterioso, que según su relato anduvo en aquella primera expedición, estrictamente histórica, que concluyó en 1535, casi un siglo y medio antes del tiempo presente de la novela: la expedición de Cabeza de Vaca, Castillo, Dorantes y Estebanico. De esta manera coinciden en su materia narrativa la expedición famosa del norte, las siete ciudades de oro de Cíbola y la Gran Quivira, con esta expedición de los personajes de esta novela: la del capitán Reyes de Vivar, Magdalena Ruiz de Escalante y Fray Antonio Olivares.

Resulta fascinante imaginar la manera como el material histórico en el cual es especialista el autor, Vicente Ribes Iborra, doctor en historia de América que tiene 20 libros publicados, casi todos de historia de la presencia de Valencia en Estados Unidos y algunos de la historia de Aguascalientes, ese caudal de información se va convirtiendo en material narrativo y en esta novela tan entretenida y original, en esa voz narrativa anclada sólidamente en un conocimiento vasto de la historia y adornada en la elegancia de un buen narrador, en la filosofía de un escéptico, en la ironía de un buen observador de las costumbres humanas a quien solo podríamos reprocharle un cierto acento racista que se expresa sin el menor asomo de culpa, ya que los indígenas en toda la novela se reducen a ser un personaje colectivo miserable y vicioso, una mente quebradiza sin sustento humano, un amasijo de confusión y escasa higiene. Hay un solo personaje que salva apenas, en forma individual, la dignidad de la raza: a la expedición se agregó en forma voluntaria un médico indígena llamado Nicolás Aboites, que da pie al narrador para alabar el buen nivel de la medicina india, se dice que aún superior en sus resultados a la medicina que se practicaba en España: “A opinión tan certera se sumaron cronistas de la talla de Antonio de Solís, Bernal Díaz del Castillo, fray Bernardino de Sahagún, Clavijero y otros”. A pesar de esto, el personaje en el desarrollo del relato resulta de muy poca importancia, no alcanza entonces a dar un poco de equilibrio a las expresiones de profundo desprecio con que el narrador se solaza siempre a referirse a los indígenas.

En conclusión, los lectores circulamos felices en los terrenos narrativos de esta novela muy bien ceñida a la visión estética y en la que aprendemos con placer muchos vericuetos de la vida cotidiana de la colonia en estas regiones del norte mexicano, bien distinta a los relatos del centro de la república, de su corte virreinal y sus conquistadores famosos. De esta manera, tenemos aquí un material de lectura que nos ofrece el entretenimiento de los buenos relatos, los que están narrados, y el conocimiento que nos dan estos libros que seguramente son el producto de muchos días de trabajo, años quizás, de investigación y de escritura y que nosotros podemos disfrutar en unas cuantas horas de buena jornada. Con toda humildad, quiero yo recomendarles esta noche que inicien esta travesía, la experiencia estética y regocijante de la lectura. Muchas gracias por su atención.

Ribes Iborra, Vicente: Anatema. La conquista de Texas. Editorial Universidad Autónoma de Chihuahua, México, 2008.

Abril 2008

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