Por Ernesto Camou Healy
— Con la selección de la abogada Kamala Harris como candidata a la vicepresidencia norteamericana, se dio el paso final hacia unos comicios que serán extremadamente peculiares: Para empezar las campañas de los candidatos, Trump y Joe Biden, tendrán que adaptarse a la pandemia del Covid-19: Los actos masivos se evitarán, habrá pocas oportunidades de establecer la capacidad de cada aspirante para relacionarse con los electores, y en lo general el duelo será en los medios electrónicos tradicionales y en el amplio espectro de las redes sociales en las cuales seguramente habrá sorpresas constantemente.
En principio, y en teoría, esta situación beneficia al Presidente actual que estará interminablemente en las pantallas recordando al público sus logros y su ego estratosférico. Uno pensaría que tanto presumir en vano, y tanta palabrería chapucera, actuarían en su contra, pero ya vimos en la anterior campaña que los desplantes groseros y los embustes vulgares convencieron a una porción del pueblo norteamericano que, suponíamos, podría haber sido más crítico y un poco más preocupado por una elemental decencia, al menos convencional.
El Partido Demócrata, para tratar de mandar al Donald a la cloaca que se merece, ha seleccionado a Joe Biden como candidato a la presidencia, y a Kamala Harris, como aspirante a la vicepresidencia. Ellos se enfrentarán al vociferante Trump y su vicepresidente, Mike Pence, un conservador extremo y un tanto oscuro que fue Gobernador de Indiana.
Biden tiene una amplia experiencia como senador desde 1972, además de haber sido vicepresidente con Barack Obama; tiene fama de buen negociador, preocupado por los derechos civiles y humanos, conocedor de los problemas internacionales y reputación de hombre honesto y buena persona; pareciera como el negativo fotográfico del actual ocupante de la Casa Blanca. Tiene, sin embargo, un problema: Si gana tendría 78 años a la hora de tomar posesión, y eso seguramente lo subrayará el equipo republicano, a pesar de que Trump es sólo cuatro años menor.
La edad de Biden hace sospechar que, si sale electo, difícilmente se lanzaría a una segunda campaña presidencial a los 82 años, para terminar un hipotético mandato a los 86, en el año 2029. Él mismo ha dicho que su periodo será “de transición” que se puede entender de dos maneras: Una necesaria vuelta ala normalidad política y democrática en su versión gringa, después de los desatinos desaforados del ejecutivo actual; y la posibilidad de que un siguiente candidato demócrata se haga con la presidencia en 2025, y consolide lo que Biden haya logrado.
Y es aquí donde entra la figura de Kamala Harris, una abogada californiana de 55 años, que ha sido fiscal de su Estado y senadora desde 2017. Es mujer y política exitosa; fue precandidata a la presidencia hace unos meses y destacó por su capacidad de debatir y por su personalidad fuerte y atractiva. Es una mujer de color, hija de expatriados: Su padre, Donald Harris, es un economista y académico originario de Jamaica, y su madre, Shyamala Gopalan, fue una científica especialista en cáncer de mama que emigró de la India a Estados Unidos en 1960, y luego fue investigadora en Montreal, Canadá, donde vivió Kamala de niña y aprendió el francés. Para un palurdo como el Donald, ella personifica sin duda lo que él desprecia: Uno, es mujer, y para él debe ser inferior; dos, su tez morena apunta también a una condición genética desfavorable y, tres, que sus padres hayan sido inmigrantes la torna sospechosa para el ignorante y prejuicioso magnate.
La dupla Biden-Harris es la encargada de vencer al Trump. No es tarea sencilla, pues conserva muchos seguidores, y genera mucho temor entre los políticos timoratos republicanos. La suya es una cruzada para defender la típica política norteamericana, y también, no poco significativo, restaurar una mínima estética en el panorama mundial: Que no veamos ese mohín anaranjado en las pantallas, ya será ganancia.