Bellinghausen: “El rock del angelito”

Por Hermann Bellinghausen

Si el rock no ha muerto es porque se aloja en el corazón de los sobrevivientes. Pero ya fue, no hay remedio. No es poco lo que logró ese ecléctico género musical durante algo más de medio siglo. Nacido en los barrios negros de Estados Unidos, alimentó la juventud del baile a partir de 1950, evolucionó, se globalizó y produjo infinidad de piezas y obras, hasta convertirse, como adelantara José Agustín, en la nueva música clásica.

Entre reuniones, tributos y recreaciones de los álbumes históricos, el rock ya usa atril y traje, y no pocas veces silla de ruedas. Su panteón es uno de los más poblados y adorados de la historia, como el del cine. La multitud de instrumentistas, cantantes, compositores y productores que alimentan al rocanrol habla de dos o tres generaciones ricas en genio, o al menos entusiasmo musical, escénico, literario y mediático. De hecho, confeccionó una renovación de los medios de comunicación, que la hizo global. The Beatles son el mejor ejemplo.

Pudo ser Sister Rosetta Tharpe, Muddy Waters o Little Richard el inventor de esa música híbrida e insaciable que sonorizó al mundo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y que todavía alcanzó a rasguñar el XXI, aunque ya lo traicionaban los reumas. Su construcción fue colectiva a gran escala, pero el carisma personal lo era todo.

Inicial y predominantemente del ámbito anglosajón, en un espacio formidable y bífido entre Gran Bretaña y Estados Unidos, durante la década de los 70 se generalizó en el mundo, se blanqueó, se aprietó de vuelta y pronto comenzó a cantarse en otros idiomas. Electrizó al blues y se pobló de subgéneros, etiquetas, cofradías y genealogías a un nivel erudito y detallado. Las disqueras, el público masivo, la mercadotecnia y los azares de la fama rodearon el vasto corpus roquero, que tiene su canonizadora academia en el Salón de la Fama del Rocanrol, que no es sino el aguinaldo por los disco de oro y platino de sus héroes estrafalarios, pronto millonarios, tarde o temprano rutinarios.

En su origen trajo calistenia, sexo sugerido y diversión. Pronto se puso serio, trascendental y hasta mamón, y sobre todo bien pacheco. Qué era una tocada (aunque fuera de tocadiscos) sin un churro, un ácido (y pronto le dimos a cosas más duras, como cantara Dylan hacia 1965). Nos proporcionó profetas, mártires, modelos de conducta (generalmente mala) y apariencia, novios y novias platónicas. A decir de Jim Morrison, ellos podían cometer un asesinato o fundar una religión. Bowie advirtió que se podía ser un suicida del rocanrol. Atrajo a los marginados. Los poetas malditos llenaban teatros y pronto estadios.

Fábrica de nostalgia instantánea, acumuló durante 60 o 70 años nostalgias generacionales y transgeneracionales. A fines del siglo XX un concierto de, digamos, McCartney o los Stones, reunía hijos, padres y abuelos que se sabían las rolas. En las resurrecciones actuales de los que quedan pueden encontrarse hasta bisabuelos.

Transitó acelerado durante largos periodos creativos a través de una tecnología imparable. En la naturaleza del rock estaba ser eléctrico-electrónico. Cuando no, te tenían que avisar: country, unplugged, tiny room, etc. Si el mundo se hacía más y más ruidoso, por qué no lo haría la música. Sobre todo el rock y sus hijitos a todo volumen (pesados, plañideros, operáticos, metálicos, folclóricos, punk, progresivos, rockabileros) con ese apetito muy suyo de ser visto y escuchado.

Los ídolos pudieron ser también odiosos, reaccionarios, pervertidos unos, abusadores otros, narcisistas todos. El traidor, el vendido, el plagiario impune, el arribista inescrupuloso, el presa del alcohol o la heroína, el mal padre, mal esposo, mal vecino.

El Parnaso vivo y muerto de las mujeres posee una interioridad intensa, sexuada como todo en el rock, verosímilmente sincera hasta el desgarro, el desnudamiento y la tragedia. La generosidad del rock en materia de genios locos no termina en Syd Barret y alcanzó a dar lustre hasta para los mediocres. La brillantez dio para cualquiera en el escenario, el estudio de grabación y los medios de comunicación electrónicos.

Ganó todas las batallas: es arte, es cultura, es negocio, es fama, es poder, es historia, es mitología y trivia. Es la banda sonora de nuestras vidas.

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