Cuento: “Un episodio de Kalimán”

Por Jesús Chávez Marín

A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, a la una de la tarde, muchos niños en la ciudad de Chihuahua, recién saliendo de clases de la escuela primaria, escuchábamos el radio en la estación xebu la norteñita: salía la radionovela Kalimán el hombre increíble. En la entrada musical del programa sonaba el inicio de la quinta sinfonía de Beethoven y un locutor anunciaba con dramatismo: Kaa-li-mán. Tierno con los niños. Galante con las mujeres. Implacable con los malvados. Así es: Kalimán: ¡el hombre increíble! Con la magistral actuación de los primeros actores: Andrea Palma en el papel de la princesa Ligeia; Augusto Benedico interpretando al conde Bartock. Mario Humberto Chávez en el papel de Solín. Y en el papel de Kalimán: ¡el propio Kalimán! Así lo anunciaba y eso le daba un toque de realismo al relato radiofónico. Años después se supo que la voz del famoso héroe yogui la hacía el actor español mexicano Luis Manuel Pelayo.

Con muy notable capacidad de síntesis, el locutor narraba los hechos recientes de la saga: En el capítulo anterior la reina Ligeia estaba a punto de caer en la terrible trampa que para ella prepararon los esbirros del malvado conde Bartock. El pequeño Solín, por su lado, volaba hacia el abismo de la desesperación al no poder salvarla, y es que Kalimán andaba de viaje en el lejano oriente, concretamente en China, y era imposible que pudiera salvarla.

Pero en esos mismos instantes nuestro héroe se preparaba con una intensa meditación y se disponía mentalmente para realizar ¡el actus mortis!

En ese momento, tres minutos antes de que llegara los comerciales, iniciaba el nuevo episodio:

Kalimán, ¿qué haces aquí? Pensé que andabas en la China lejana y misteriosa. Pero por otro lado, que bueno que viniste, porque la princesa Ligeia está en extremo peligro.

―Serenidad y paciencia, mi pequeño y valiente amigo. He de decirte que aún estoy en China, en la gran muralla, es decir: mi cuerpo. A media noche inicié el actus mortis y he logrado llegar a este valle de la muerte segundos antes de que Bartok logre sus malvados propósitos.

―Respiro entonces, maestro. Sé se que habrás de salvar a la hermosa Ligeia.

Con la misma serenidad y relajamiento, el locutor cumplía de nuevo el papel de narrador: Kalimán, o su espíritu mismo, transitó con ligereza el oscuro sendero que conducía a los terrenos del conde. La princesa Ligeia caminaba directamente a la trampa, sin sospechar el peligro que la acechaba y el destino terrible que le habría deparado la suerte al caer bajo el dominio del terrible vampiro. Nicomedes, el vasallo incondicional del tenebroso conde Bartock, esperaba ansioso el desenlace casi ineludible, cuando de pronto llegó Kalimán. La esmeralda en su turbante de lino brillaba como un tigre entero; la silueta de su cuerpo se proyectaba en el follaje de los árboles gigantescos, parecía una pantera de sombra. De pronto, los ojos de Kalimán, su mirada penetrante, se clavaron como un picahielo en la frente del tenebroso pistolero, quien retrocedió asustado.

―Kalimán, ¿qué haces aquí, maldito? Creí que te habíamos mandado a la China y que andabas de turista en aquel país milenario.

―Eso quisieras tú, cobarde, que con una dulce joven usas toda la fuerza de tu malvado corazón.

―Sabes bien que no tanto yo, sino mi amo, el conde Bartock, es quien elaboró la estratagema. Yo obedezco órdenes.

―Lo mismo peca quien mata la vaca como el que le estira la pata o viceversa, como dice mi compadre mexicano Raúl Sánchez Trillo.

―Pues de todos modos no podrás salvar a la princesa Ligeia con tu yoga de a peso, no eres más que un hombre mostrenco vestido con sábanas y kimonos.

De nuevo el narrador tomaba la batuta: con esas palabras aludía Nicomedes al atuendo blanco que Kalimán vestía, que a la luz del sol en aquella alborada de junio brillaba como plata, como luna, como espejo.

Y entonces, sin que mirada alguna hubiera podido percibir su movimiento, Kalimán, a increíble velocidad, subió la montaña hasta llegar al lado de la hermosa Ligera, una fracción de segundo antes de que un alud de cuarzos y metales cayera sobre su dulce cuerpo, que la fuerza de aquellas piedras en su gravedad hubiera para siempre destruido.

En transición inmediata, después de aquella acción precisa y metafísica, se oían los anuncios comerciales con música ranchera: Siga los tres movimientos de Fab, remoje, exprima y tienda. Luego el siguiente: La masa Maseca rinde mucho más; un kilo de Maseca mire lo que da: 80 tortillas para preparar enchiladas y tacos, pero ya. Luego una voz de seda aguardentosa: fume Faros son muy buenos y nada caros.

Con agilidad similar a la del famoso yogui hindú mexicano, la producción radiofónica retoma la historia con buen ritmo: esa misma tarde Solín y la dulce Ligeia vuelven a pedir consejo a su famoso padrino y mentor Kalimán. Con paciencia de santo y de mínimo y dulce Francisco de Asís, nuestro héroe le contestaba con versos de Omar Khayyam: Vivan con intensidad el fugaz instante de la vida. Mientras tanto, el vampiro Bartock destilaba maldad y veneno para llenar de tinieblas a quien se le pusiera enfrente. Esta vez preparaba la destrucción fatal del discípulo más reciente de Kalimán, quien además trabajaba como su asistente, el adolescente Solín, a quien el malvado llamaba “pequeña sabandija”. Y así, con otros cuantos mensajes mercantiles llegaba al final cada capítulo de media hora.

Antes, el locutor preguntaba al micrófono, al oído de  la seducida audiencia, formada frecuentemente por niños y también por algunos fascinados adultos: ¿podrá Kalimán regresar su espíritu y viajar de nuevo desde aquí hasta China, donde su cuerpo sin respiración lo esperaba a él o a la muerte?; ¿volverá otra vez a lograr completo el peligroso acto de yoga del actus mortis, mediante el cual se desdobla en increíble viaje astral a la velocidad del relámpago?; ¿el arma secreta que Nicomedes prepara logrará destruir finalmente a Ligeia?; ¿conseguirá Kalimán recuperar la estabilidad de aquella vasta región? No se pierda el siguiente capítulo de Kaa-li-maan: el hombre increíble. Descúbranlo ustedes mismos mañana, a la misma hora, en esta misma estación.

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