Gpe. Ángeles: “La gracia de lo vano”

Por Guadalupe Ángeles

A C.L.

Veo cómo crecen mis uñas. Apenas la semana pasada las corté al ras y ahora una media luna me impide considerarlas perfectas. No importa. Soy perfectamente capaz de soportar la imperfección. Si lavo una toalla y no huele a limpio, no será mi culpa, tal vez deba comprar un jabón que huela a mañanas bajo el sol a orillas del mar. No sé. Por otra parte, pensé que el mar no tenía orillas, ni las cuestas pies, ni las montañas falda. En fin. Son nociones con las que uno debe vivir. Como esas imágenes absurdas que pululan en ciertos anuncios comerciales. Desde que la psicología se utiliza en publicidad estamos perdidos. Tal vez nos salve escuchar al que nos ve dentro, cuando vemos esas formas supuestamente seductoras mientras se pregunta (irónico las más de las veces) qué tan seducidos nos sentimos. Eso: sabernos múltiples. Decir esto en una tarde fría mientras se intercambian chismes en la oficina no sé qué tan mal visto sea. Prefiero no hacer el experimento.

Por fortuna todavía tengo amigos que me advierten: Esa película no es para aprender.

Supongo que asustarme por la vecindad del crimen cuando niña no era antinatural, lo es el haberme acostumbrado, y tildarme de cobarde al caminar por las calles de noche, con poco tráfico y escasa iluminación.

El polvo se acumula, las cosas fuera de lugar reclaman ser devueltas a una armonía que casi he olvidado. Es vano frente a ese reclamo ostentar un carácter específico, pero si lo vano se impone, también ese adjetivo se aplica al desorden; presumirse en esa orilla de la propia historia en que todo da igual, ayuda.

Vano no es mirar los lápices, tal vez lo sea usarlos para hacer dibujos de formas inexistentes, vagamente monstruosas o fantasmales. Sin embargo, experimentar verlos con el abajo arriba y el lado derecho en el izquierdo, ayuda (quizá solo para saber qué dibujaría el otro ‒u otros‒ que dentro guardan silencio mientras la punta del lápiz se desliza por el papel). 

¿El cuerpo a manera de closet? No seré la primera en decirlo, ni siquiera la única que pensó, al mirar un gesto: Dentro de esa princesa habita un caballo. De algo han de servir las metáforas del ajedrez y la cambiante bruma de una autoconsciencia cada vez más desvencijada.

Vano es pensar ¿lo es? Pasar los dedos sobre el polvo. Reconciliarse con el silencio, abrazarlo como al mejor camarada. Mirarse las líneas de las manos. La quietud de los objetos ayuda, así como ciertos sonidos omnipresentes, acaso inevitables. 

¿Demasiado azúcar en la sangre? Podría ser. Sobre la culpabilidad y los finales mejor no hablar, ambas palabras son como finísimas agujas atravesándome. ¿Tanto así? Apenas un poco quizá. Mis placenteras tardes en silencio, mis horribles (así, con Hache mayúscula) remordimientos, en medio de este minuto no son más que juguetes. Desde niña jugué con las palabras, las que no entendía y las que repetí constantemente luego de leerlas; trasladar parlamentos de malas novelas al aire de los días fue un vicio que cultivé hasta bien entrada la adolescencia. Árboles famélicos mis pensamientos no me dejaban otra opción. Ni ellos ni una extraña soledad que ahora entiendo menos y sin embargo vivo en el exacto conocimiento de sus causas. Aparte, hoy sé que entender no es necesario. En casi nada. Porque casi todo es inexplicable. “Todo” y “nada”, parece que practico el viejo deporte del dualismo. Entre soterradas burlas alguien alguna vez lo insinuó, ¿me llamé a ofensa? No ¿para qué?

Mejor será tal vez olvidarse de discursos y aplicar la receta: Para matar cucarachas revolver azúcar, harina y yeso, colocar la mezcla…

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