Por Hermann Bellinghausen
Jefe sin pandilla, el primo de Sergio regresó el día menos pensado. Desapareció tantos años que lo mismo daba. Escandalosamente lampiño como siempre, conservaba un rostro infantil y rubicundo sobre lo amorenado de su piel. Para los chamacos que no lo conocieron resultaría difícil calcular su edad.
En vez de ir directo a casa de su mamá, una señora que solía decir que ya no se acordaba de él, recaló en la peluquería del Chato, como dejándose ver. El Chato, ya canoso, interrumpió un elaborado corte para una barba muy poblada abriendo los brazos con todo y navaja a la antigüita:
–Y que se aparece el condenado.
Los clientes, que no eran pocos, y los otros peluqueros, miraron al recién llegado. Ahí estaba el Iván. El primo de Sergio se hizo a un lado para que saliera del local un tipo que sin prestarle atención acababa de pagar. Todo un pase de torero que el Chato celebró:
–Tú siempre tan garboso.
–¿Qué haciendo? –dijo en cambio el primo de Sergio, como si sólo hubiera salido el fin de semana, como si no viera al peluquero en su faena.
–Lo de siempre primo, qué otra.
El Chato se tragó la réplica ¿y tú?
, esperando que el otro explicara su inesperada reaparición. El primo de Sergio vestía bien, botas picudas negras, chamarra de cuero color natural, un anillote y el cabello ondulado que se usaba por los años treinta, pronto hará un siglo.
–Si te preguntan por mí, di que no me has visto.
–Quién va a preguntarme, primo. Por acá ya nadie te mienta –tiró el Chato derecha la flecha.
¿Cómo podía actuar tan como si nada el primo de Sergio, si se había ido de aquí embarrado hasta las orejas?
–La mera verdad no sé qué haces aquí. Hasta peligro has de correr. Y de aquellos no queda nadie. Ni siquiera tu noviecita que dejaste plantada. Se fue y nunca volvió. El Sergio salió del bote muy quebrado. Un golpe en las lumbares lo había dejado sin espalda. A lo mejor te enteraste.
El primo de Sergio clavó los ojos en el Chato, esbozó una sonrisa un poco amarga y giró sus buenos 180 sin decir palabra.
Lola, la de la tienda, lo reconoció en cuanto entró por cigarros. Lo miró intensamente, venciendo el miedo. Él se echó atrás, tomando impulso, e hizo que la embestía:
–¡Bu!
Pagó y salió. Las calles no lo reconocían, ni él a ellas, apenas parecidas a los viejos tiempos. Urbanizadas, pavimentadas. Casas y edificios nuevos o muy remodelados, postes de luz, comercios lustrosos de electrodomésticos y celulares, fondas, una clínica que antes no existía. Algunos carros estacionados eran buenos o del año.
¿Estaba idiota el primo de Sergio? Aquí nadie contaba con él, ni siquiera los otros primos de Sergio que quedaban. De él se supo que cruzó a Texas y párale de contar ¿Qué son? ¿Quince años? Ya ni sé.
Luego de rondar por el parque, desconocido para él, allí hubo un baldío con carrocerías y fierros, al fin decidió encaminarse a la casa de su mamá, la tía de Sergio, al cual quería más que a su propio hijo. Al doblar la esquina de la calle Magnolias donde creció la encontró igualita aunque no era cierto, le habían plantado fresnos, había coladeras y hasta topes amarillos.
Con desparpajo increíble, en el colmo de la inconciencia, el primo de Sergio se dirigió a la que fue su casa como si nada hubiera pasado. Vio unas gentes que no conocía. Reaccionaron al verlo. Comprendió que lo esperaban ¿Qué querrán?, alcanzó a intrigarse, a ese grado llegaba su descuido. Faltando 10 o 15 metros y él viendo si su mamá se asomaba, detonaron cinco o seis pistolas. Aguantó sin detenerse una bala en el brazo y otra en la panza, pero la siguiente que le dio fue en la cara y ahí cayó mientras las pistolas seguían disparando.
Sobrevino un silencio de ese que llaman sepulcral. Los asesinos se alejaron calle arriba sin voltear ni apresurar el paso. Poco a poco los vecinos se fueron asomando. La única que no salió ni aceptó hablar con los noticieros cuando llegaron tras las patrullas fue la mamá del primo de Sergio. Tampoco hubo quién se atreviera a tocar a su puerta.