Cucaracha

Por Jesús Chávez Marín

Como vivió muchos años de alcoholismo intenso, Chuy usaba su pasado como chantaje para ser casi un inútil. Diez años antes su familia lo había abandonado luego de aguantarlo con resignación largo tiempo, esperando que por fin cumpliera sus promesas de curársela, pagar los recibos, no desvelarse, conseguir empleo, enderezar el rumbo etcétera.
A pesar de todo, algunos haraganes tienen suerte: la hermana de Chuy tenía una casa grande, alma generosa y mente de ingeniera civil que funcionaba como relojito. Le ofreció un techo confortable e independiente; pero como lo conocía bien, le dijo:
―Aquí vas a vivir, y no tienes que pagarme renta, solo paga los servicios de tu lado. También tienes que buscar dónde comer, porque yo trabajo y no tengo tiempo de darte. Hay manera de poner tu cocina o algo, a ver cómo le haces. Vamos a ser buenos vecinos, ya verás, eres mi hermano y te quiero mucho.
Chuy pudo vencerse a sí mismo y vivió algunos meses con armonía, hasta con alguna modesta felicidad. Consiguió empleo, pagó sus mínimos gastos que le había encargado la hermana y se inscribió en un comedor familiar que había en el barrio; cocinar, ni pensarlo, era demasiado pedirle. Pero cuando lo corrieron del trabajo otra vez por las causas de siempre, tuvo la precaución de no decirle a su hermana. Esperaba que ella y su hijo salieran de la casa grande para entrar con mucho cuidado, buscaba en la alacena cosas discretas qué llevarse, latas, galletas; abría el refrigerador y vaciaba un poco de leche, cortaba una rebanada de queso, algún aguacate. Acomodaba las cositas para cubrir los huecos, que no se notaran.
Cuando regresaba a su cuarto le llegaba muy pesada la soledad, se sentía una cucaracha de la casa de junto cuyas antenas quizá detectan la alimentación y la buscan en los rincones, rogando al cielo que en ese momento no regresen los dueños y prendan la luz y lo miren, oscuro y tembloroso.

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