Por Jesús Chávez Marín
Anoche mi amigo Arnulfo me invitó un café, llegamos al lugar y nos acomodamos frente a la barra. Pidió una ensalada de dos kilos que tiene camarones, aguacate, huevo cocido, lechuga al por mayor y pedacitos de nueces o algo así; de tomar pidió un litro de cerveza que viene en un solo tarro gigante. Yo, un café americano.
Y a darle vuelo a la conversación interminable.
Como él tiene 80 años, y ha sido un industrial exitoso y solitario, ya anda de vuelta de cualquier cosa en lo que pudiera imaginarse que es la vida. Pero el impulso de contar historias no se desvanece con la edad, aunque adquiere tonos y colores algo raros. Un denso fastidio de lo cotidiano; cierto cinismo frente a los pensamientos que solían regir las conductas; algunos puntitos de ternura sin piedad hacia el destino trágico de los seres humanos en sus momentos de inocencia, y la absoluta sinceridad de la propia biografía, cuando ya no tiene nada qué ocultar.
Sin duda fue una velada estrambótica: en los relatos, la muerte llegaba sin previo aviso, como una invitada obligatoria y repentina.
Dos horas más tarde, encargó la cuenta, pidió una factura y nos fuimos del lugar igualito que se fueron las voces de leyenda; los personajes muertos también se desvanecieron en el silencio. Quienes aún viven tal vez hayan sentido algún aire de lumbre en sus decrépitos oídos.