La ciudad encantadora

Por Jesús Chávez Marín

Salgo a la calle en la mañana fresca, con los colores realizados en el azul del horizonte, señalado por el sol desde el poniente. La gente camina tranquila o apresurada rumbo al trabajo, o circula en su automóvil. Algunos nos congregamos en la estación Catedral del Metrobús, donde a esa hora hay dos filas.

La gente es allí bien educada, respeta el espacio y el turno de los demás, aunque a veces llega algún ansioso o ansiosa que se mete en la fila de forma abusiva, pero nadie muestra enojo con ellos, los dejan pasar con indiferente paciencia.

Las horas pasan distintas para cada quien; un extenso ambiente de individualismo se ha instalado en las relaciones sociales y hasta familiares, de tal forma que ahora las personas viven más tiempo solas que acompañadas, aunque en su soledad muchos andan conectadas con otras a través de sus teléfonos celulares o sus computadoras. Una vivacidad llena de fotos y de palabras circula en las redes sociales, donde se inventan formas nuevas de las ideas y de los sentimientos.

Al final de la jornada laboral, otra vez se inicia el peregrinaje: llegan autobuses llenos; en las calles más transitadas pasan hileras de automóviles donde van personas impacientes, algunas, otras muy tranquilas y relajadas.

Yo me bajo en el centro y recorro la Calle Libertad, que todos los días parece una feria pueblerina. Un montón de ancianos deambulan por allí todo el día y ocupan las bancas de la calle y de la Plaza de Catedral, leyendo periódicos y mirando de reojo cada persona que desfila frente a sus ojos. Se me ocurre pensar que nada se les escapa y que conocen o inventan vida y milagros de los que van pasando.

Como es martes, la presidencia municipal instala un foro con sonido y micrófono para los artistas que quieran presentarse.

Invita a todos, pero como no les ofrece pago por su trabajo, se presentan puros improvisados que no cuidan la calidad de su música ni el espectáculo. Casi todos se acompañan con música grabada de canciones viejas, el lugar común del romanticismo. Bésame mucho, Lloviendo está, Quiero dormir cansado para no pensar en ti, etcétera.

El de hoy es un señor como de unos 70 años con canciones del viejo rockanroll mexicano. En las bocinas suena la pista de Popotitos. En el micrófono, el viejo canta con voz desafinada pero con ritmo. Ni siquiera pretende vestirse con alguna galanura antigua o de moda, no sé, cierto decoro. Al contrario, trae un pantalón de gabardina gris, tenis y un sueter azul marino deslavado, como de quien ya no espera nada.

El único toque de elegancia es que, en la hora y media que duró su show, nunca se puso a bailotear con ninguna de las canciones, sino que muy serio se concretaba a mirar firmeza a su auditorio, y caminaba de vez en cuando frente al proscenio. Se aventó las obras completas de César Costa, Enrique Guzmán, Johnny Laboriel, Los Hermanos Carreón y Alberto Vázquez.

Cuando me voy de la plaza ya va empezando a oscurecer. La gente va un poco más apresurada por llegar a su casa, como yo mismo. A pesar de toda una vida en la ciudad, seguimos teniendo costumbres campesinas, muy sensibles al tiempo, al clima, a la luz del sol y a la sombra de la noche.

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