El Tepeyac, una peregrinación

Por Ernesto Camou Healy

Hace unos 50 años, un grupo de amigos que estudiábamos la licenciatura en Filosofía, decidimos participar y observar la celebración del día de Guadalupe, allá en aquella capital todavía no demasiado abigarrada.

La víspera, al caer la noche, salimos de nuestro refugio en Tizapán, al Sur de la urbe, y nos dirigimos a la avenida Reforma. Dejamos el vehículo a buen resguardo, y nos enfilamos, al Norte, rumbo a Peralvillo para de ahí tomar la Calzada Guadalupe.

Sabíamos que serían al menos dos horas de caminata para recorrer aquellos nueve kilómetros. Queríamos acompañar un ritual varias veces centenario, que convoca a nuestro pueblo a la unanimidad en torno a la imagen del Tepeyac. Nos movía también una buena dosis de curiosidad por participar en aquella romería descomunal.

Conforme caminábamos nos dábamos cuenta que éramos parte de una procesión humana compleja, con un derrotero común. Por lo general se marchaba en grupo: Varias señoras de negro rezaban el rosario un poco a gritos; más allá se distinguían corrillos de muchachos y muchachas, que paseaban, se reían y marchaban.

No faltaban familias compactas, guiadas por la abuela, que arrastraba a hijas e hijos, yernos, nueras y algunos nietos. Por aquí y por allá caminaban con semblante adusto señores tocados con sombrero de paja, que apenas levantaban la vista del suelo. Todos siguiendo un camino, cumpliendo una manda, o una devoción.

A su tiempo llegamos a la Calzada de los Misterios. Se llama así porque a fines del siglo XVII se construyeron 15 monumentos en el trayecto, uno por cada misterio del rosario, para guiar a los peregrinos y moverlos a reflexionar sobre la vida de Cristo.

En el camino, uno de los compañeros nos fue recordando que ambas calzadas, de Guadalupe y de los Misterios que la continúa, fueron construidas por los mexicas para comunicar a Tenochtitlán con el antiguo pueblo de Tepeayacac, al Norte del Valle de México. Aquella vía cruzaba el lago de Texcoco, y servía de dique para separar las aguas dulces de las saladas. Ya entonces había un santuario a la diosa Tonantzin en el cerrito de Tepeayacac y los naturales realizaban procesiones al lugar. Durante la colonia se respetó el viejo camino, pues era el punto de entrada para los viajeros del Norte.

Transitábamos, pues, por una senda que habían usado nuestros antepasados por siglos, antes para honrar a la que llamaban “madre de los dioses”, y que luego, unos pocos años después de la toma de Tenochtitlán, pasó a ser un sitio de veneración de la morenita, también madre nuestra, efigie aglutinadora de nuestra historia y de nuestra identidad.

Cuando ya llevábamos más de dos horas de travesía nos fuimos convirtiendo paulatinamente en una romería, una larga fila de fervorosos caminantes que avanzaba con determinación hacia la Basílica del Tepeyac. Algunos portaban velas, ya todos íbamos en silencio, concentrados conforme nos acercábamos a la plaza de la Basílica; todos y todas iban adoptando una actitud más reverente.

Aquello era una fiesta popular: Había puestos de comida y golosinas, lugares donde vendían imágenes de la Guadalupana y de otros santos; se escuchaba música religiosa y alguna cumbia. La columna nos enfilaba a la entrada al templo. La gente marchaba en silencio. Algunas personas avanzaban de rodillas, sobre lienzos o cartones que sus allegados colocaban enfrente para que se posaran sobre un suelo menos áspero. Fue una espera lenta y paciente. Nos tomó casi una hora para llegar frente al altar y contemplar la tilma y el rostro moreno. Cuando estuvimos frente a la imagen el silencio acallaba el rumor de la plaza y prevalecía la resonancia elocuente del caminar concentrado, firme, esperanzado de los peregrinos.

Por unos segundos la marea humana se detenía frente a la madrecita compartida. Aquí estamos, parecían decir, contigo; y tú con nosotros. Y luego reanudaban su trayecto. Severos y satisfechos. Habían estado con ella; por horas habían rezado con los pies…

 Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.

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