Vivir en tiempos de pandemia

Por Ernesto Camou Healy

—Esta semana cumplimos, mi esposa y yo, once meses de encierro y relativo aislamiento a causa del coronavirus. Hemos sido precavidos y disciplinados; dirán que “el miedo no anda en burro” pero hay la necesidad de evitar enfermarse, por uno mismo y para ir poniendo barreras sanitarias, que hagan más lento el contagio y permitan a los especialistas cierta menor presión.

Hemos sido privilegiados: Pudimos permanecer resguardados durante casi un año, con salidas semanales a mercar víveres, en un puesto de verdura y fruta en el pueblo vecino, más una excursión fugaz a algún supermercado mediano, una vez al mes.

Durante unos meses nos acompañaron nuestras dos hijas más una amiga, que debían trabajar desde casa, lo que les permitió llegar con su PC y pocos bártulos, e instalarse en esa nueva modalidad que llaman “jom ofis”, que será dentro de poco parte vertebral de esa nueva normalidad que avizoramos y de la cual tenemos ya cierta urgencia. La presencia de las hijas nos ofreció una experiencia familiar prolongada que hacía mucho no disfrutábamos, y cada una fue objeto, al llegar, de muestras insólitas de cariño como someterlas a una limpieza y desinfección personal, mandarles parabienes y amor desde lejitos y luego recluirlas en su habitación por una quincena. Hicieron cuarentena hogareña, pues.

Pasado ese trámite, volvimos a vivir como hace años no lo hacíamos: Algunos andábamos ya preparando el café un poco después de que el Sol despuntara. Nos saludábamos y provistos de una taza humeante del aromático empezábamos la rutina diaria: La lectura en mi caso, libros y la prensa; escuchar música tranquila, y quizá escribir un poco.

Alrededor de las ocho de la mañana se comenzaba a hacer la chorcha: Entre el enésimo café y las iniciativas de una u otra para preparar el desayuno, se nos iban unas buenas dos horas. En ese lapso aprovechábamos para diseñar un menú suficiente y sabroso para la comida del mediodía. A pesar de que solía ser algo sencillo, la colaboración entre varias cocineras y un aficionado solía traducirse en banquetes cotidianos creativos, sanos y frugales, en los que se elegían botanas, ensaladas, caldos, y guisados nutritivos y sanos, la mayor parte del tiempo casi vegetarianos, con alguna recaída sabrosa en un pescado o algo de pollo. Comidas sanas y felices acompañadas en aquellos calores con alguna cervecita o una copa de vino.

Confieso que desde mi etapa de formación me habitué a la siesta, y no suelo perdonarla; después tengo bríos para unas horas de trabajo, estudio o escritura que, a causa de mi natural diurno suelo interrumpir cuando se pone el Sol. A esa hora salgo a caminar un buen rato al patio de mi casa, a veces solo, a veces con amable compañía, para recalar a tiempo de ver los noticieros de la tele, esquivando cuidadosamente los de las grandes cadenas nacionales que no suelen buscar una mínima imparcialidad.

Las noches vuelven a ser para departir, a veces con una serie televisiva, preferimos las europeas, o un rato de charla y música, para recalar en la cama poco antes de las once de la noche, leer un rato y buscar el sueño.

Esta rutina duró algunos meses, pero las obligaciones reclamaron a las muchachas y volvimos a estar en pareja. Nos llevamos bien, no nos hemos sacado los ojos, por más que en alguna ocasión nos saquemos la lengua: Gajes de matrimonio añoso. De nuevo estamos solos y bien organizados.

Privilegiados por poder hacerlo y, por lo general, disfrutándolo.

Y ahora, nos aprestamos al segundo año de cuarentena ampliada que, esperamos, irá dando paso a una normalidad incierta, distinta pero llena de posibilidades y retos: Debemos crear una sociedad y un mundo más equitativo, menos polarizado económicamente, más respetuoso de la naturaleza y menos orientado a la competencia feroz; una normalidad de solidaridad y cooperación, de frugalidad y a escala humana.

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